La creencia de que más datos siempre equivalen a mejor calidad en sonido parte de un error de interpretación de la tecnología. En el ámbito de las imágenes, un mayor número de píxeles sí añade nitidez, pero cuando hablamos de audio, superar ciertos límites no solo resulta innecesario, sino contraproducente. La frecuencia de muestreo y la profundidad de bits son las dos magnitudes que definen la fidelidad de una grabación, pero su utilidad está supeditada a las capacidades de nuestro oído y al desempeño de los equipos de reproducción.
Un oído humano en perfecto estado capta frecuencias de hasta unos 20 kHz, rango que suele reducirse con la edad y la exposición a ruidos intensos. Para registrar un sonido, la regla de oro indica que la frecuencia de muestreo debe duplicar la frecuencia más alta que se desea capturar. Así, para un silbato de perro de 23 kHz bastarían 46 kHz de muestreo.
Por ello, en la práctica, los estándares de 44,1 y 48 kHz cubren esta necesidad, y las propuestas comerciales de 96, 192 o incluso 384 kHz responden más a estrategias de marketing que a mejoras de sonido. Salvo para quienes trabajan en archivos maestros o necesitan margen adicional en estudios de grabación, estos valores superiores apenas tienen sentido.
Además, saturar la señal con frecuencias inaudibles puede provocar interferencias no deseadas, conocidas como distorsión por intermodulación, que degrade la salida final y arruine lo que realmente queremos oír.
Límites de la frecuencia de muestreo
Aunque parezca una locura, cuantos más miles de muestras por segundo se tomen, más espacio en disco y ancho de banda se consumen, sin aportar nada nuevo al oyente. El dogma de “más grande es mejor” no se sostiene aquí. Por encima de 44,1 kHz, el oído humano apenas percibe cambios, y a partir de 96 kHz la diferencia se vuelve indistinguible incluso para los más entusiastas.
Unos auriculares de gama alta, un buen amplificador o unos altavoces decentes ofrecerán una mejora real si se comparan con la inversión en archivos hinchados de datos. Es como llenarse de pilas AAA esperando que un mando a distancia funcione más preciso.
Profundidad de bits y barreras naturales
La profundidad de bits mide la amplitud dinámica, es decir, la diferencia entre el sonido más bajo y el más alto que un archivo puede codificar. Con 16 bits se abarcan unos 94 decibelios de rango, cifra que sube a 194 decibelios con 32 bits. Sin embargo, un salto de esa magnitud implicaría un estruendo capaz de dañar inmediatamente nuestros oídos y la integridad de cualquier altavoz o amplificador. Por razones obvias de seguridad y física, nadie puede aprovechar ese potencial sonoro. Más allá de 24 bits, la ganancia real se difumina en la práctica; la reproducción se limita por las características del DAC, el amplificador y los transductores.
Decantarse por pesadas muestras de audio creyendo que se obtendrá mayor detalle es tan absurdo como llenar la despensa de legumbres creyendo que mejorará tu digestión. Lo mismo ocurre con los archivos a 32 bits o sampleados a 384 kHz; son anécdota para ingenieros de audio, no un beneficio palpable al darle al play.
El divisor de frecuencias en un altavoz, conocido como crossover, reparte las señales entre tweeters y woofers respetando su rango de acción. Los agudos viajan al primer componente y los graves al segundo; forzar un subwoofer a reproducir frecuencias de silbato no solo no aporta nada, sino que suena a truco cutre. Del mismo modo, envíe al tweeter bombos de techno y verá si no sale pitando.
Al final, su presupuesto estará mejor invertido en un amplificador de válvulas que aporte calidez, unos altavoces bien diseñados o unos cascos de calidad. Si le gusta el tacto retro, empiece por un tocadiscos y un vinilo; hay más miga ahí que rellenando ceros en un archivo sin sentido. Así que ya sabe, no se deje engañar por cifras estratosféricas. Más vale cabeza que megahercios a lo loco.